A los cristianos de hoy nos toca vivir en un mundo en el que muchos hombres
han desplazado a Dios de su vida y viven como si Dios no existiera; bastantes
incluso niegan explícitamente su existencia.
La increencia, la indiferencia, el
ateísmo, nos rodean y acechan nuestra vida de fe. Y no se trata solamente de
posturas individuales, sino de un fenómeno social amplio y difuso, que
condiciona la visión del mundo, el modo de entender la vida, los criterios de
valor, los comportamientos, la convivencia...; en una palabra, la cultura de
nuestra sociedad.
Como este fenómeno nos afecta también a los creyentes, que vivimos en la
misma sociedad y respiramos los mismos aires que todos, necesitamos
replantearnos los fundamentos de nuestro creer y esperar, para afianzarlos y
para poder dar razón de ellos ante todos los que nos rodean.
Para ayudarnos en este replanteamiento, analizaremos en primer lugar las
características más relevantes de la cultura contemporánea. En un segundo
momento, intentaremos descubrir los desafíos y retos que esta cultura plantea a
la fe cristiana. Y, por último, procuraremos determinar las exigencias que se
deducen de todo esto para nuestro modo de vivir la fe en estas circunstancias.
1. Características relevantes de la
cultura contemporánea
Sin entrar en análisis profundos de tipo filosófico o sociológico, podemos
individuar así los aspectos más relevantes de nuestra cultura que están
incidiendo sobre la fe cristiana:
a) Una civilización científico-técnica
Un rasgo relevante de nuestra cultura es el espíritu científico, fruto de
las grandes conquistas de las ciencias positivas en el último siglo. De ellas
arrancan innumerables avances técnicos y tecnológicos que, no sólo han
modificado nuestro modo de vivir, sino que llegan a determinar la concepción
que el hombre tiene de sí mismo.
No se pueden negar los bienes que la ciencia y la técnica han aportado y
aportan a la persona y a la sociedad. Pero, aun reconociendo tales bienes, es
preciso reconocer también ciertos riesgos: que el hombre se embriague con sus
conquistas, se fascine ante ellas y piense que «es como Dios», excluyendo por
tanto a un Dios trascendente. El hombre puede llegar a absolutizar la ciencia y
la técnica, y acabar, o bien por excluir la fe como innecesaria (si la ciencia
lo explica todo, ¿para qué sirve la fe?), o bien por crear un antagonismo entre
la ciencia y la fe (ciencia y fe son dos mundos diferentes y hasta enemigos), o
bien por vivir en un permanente dualismo (recurrimos a la ciencia para todo; a
la fe en lo que nos resulta misterioso, incomprensible).
b) Una civilización del consumo y del bienestar
Los avances de la ciencia y de la técnica han traído consigo en el mundo
occidental una gran expansión económica, cuyo resultado ha sido la sociedad del
bienestar que, a su vez, ha traído un espíritu desmedido de consumo: se procura
un exceso de bienes y se crean falsas necesidades; la producción tiende a
convertirse en un fin en sí misma; lo superfluo se convierte en necesario; el
hombre se convierte en consumidor.
El espíritu consumista acaba generando en el hombre un ansia insaciable de
tener y poseer; se siente desgraciado si tiene menos que los demás y acaba
siendo insolidario, porque olvida a los más pobres y contribuye indirectamente
a su explotación. Este materialismo le lleva fatalmente a vivir como si Dios no
existiera y a procurar sacar el máximo provecho de la vida prescindiendo
prácticamente de Dios.
c) Una sociedad que desea y busca libertad
La libertad es una cualidad inalienable de la persona, el primero de los
derechos fundamentales del hombre porque Dios nos ha hecho libres. La libertad
es condición necesaria para que toda persona o grupo social desarrolle y
alcance su proyecto personal. Ser persona equivale a ser libre; pero ser
persona equivale también a conquistar la propia libertad.
Porque la libertad es don y tarea, no resulta fácil. Unida al bienestar
material, puede llevar o bien al individualismo, por el que nos aislamos y
despreocupamos de los demás, o a un espontaneísmo que confunde libertad con
realización del impulso del momento. Muchos, además, entienden la libertad como
una libertad absoluta y sin límites, piensan que cualquier cosa atenta contra
ella. Por ello consideran que la libertad es incompatible con la existencia de
Dios porque pone límites a la libertad del hombre.
d) Una sociedad pluralista
En la sociedad actual coexisten diferentes modos de concebir la vida y de
organizar el mundo. Esta situación no es mala en sí misma. Pero hay que
reconocer que puede afectar negativamente a la fe y a la vida de los
cristianos, por cuanto tiende a privatizar la vida religiosa, es decir, a
reducirla al ámbito de lo privado y de la sacristía, a hacerla irrelevante en
el ámbito de lo social y, finalmente, a negarle toda proyección pública, con la
excusa de que la fe cristiana es «una visión entre tantas», cuando no se le
acusa de querer imponerse sobre las demás.
Además, el pluralismo, al relativizar los modos de pensar, acaba
desconfiando de cualquier ideología que intente ofrecer una visión del mundo y
de la propia sociedad. Y la consecuencia más inmediata es que el hombre
experimenta un vacío de sentido y una honda sensación de desamparo. Entonces,
cada uno tiende a construir su propia visión del mundo y su propio código ético
y moral, dando como resultado una conciencia moral fragmentada e individualista
y negando la existencia de una ética universal válida para todos.
2. Desafíos y retos para la fe cristiana
«La ruptura entre el Evangelio y la cultura es, sin duda alguna, el drama
de nuestro tiempo», decía el papa Pablo VI. Esta ruptura afecta a lo central
del Evangelio, es decir, al sentido de Dios y al sentido del hombre. Por eso
resulta necesario exponer, aunque sea brevemente, los retos que la cultura
contemporánea presenta a la fe cristiana.
a) Oscurecimiento de Dios y del sentido del hombre
El primer reto que se le presenta a la fe cristiana es que, para el hombre
de hoy, Dios ya no resulta fácil de encontrar porque la mentalidad
científico-técnica parece relegarle a la periferia y a los confines del mundo.
Antes que buscar explicaciones en la religión, se buscan en la ciencia, de modo
que Dios y su misterio son cada vez menos «misterio» y acaba por ser
innecesario y hasta superfluo.
No es extraño pues que la increencia y la indiferencia religiosa afecten a
un gran número de personas. Incluso para muchos bautizados, el hecho y la
práctica religiosa han perdido o van perdiendo progresivamente significación y
relevancia vital. Las mismas formas de vida contribuyen a que jóvenes y adultos
pierdan la capacidad de preguntarse por el origen y el sentido último de la
vida. Para muchos de ellos, la fe cristiana es incapaz de dar respuesta a sus
necesidades, inquietudes e interrogantes más vitales.
Y el oscurecimiento de Dios produce el oscurecimiento del hombre, que se
manifiesta no sólo en que el hombre pierde su fundamento sino también en la
ausencia de convicciones sobre su ser y realidad más profundos. Y si el hombre
no sabe lo que es, tampoco encuentra motivos para valorar y respetar a los
demás hombres. Organizar la tierra sin Dios lleva fatalmente a organizarla
contra el hombre. Con lo cual descubrimos una de las contradicciones más
tremendas de nuestra civilización: el humanismo exclusivo (sin Dios) se
convierte en un humanismo inhumano.
b) Nueva sensibilidad por el hombre y retorno a lo sagrado
Sin embargo, esta misma cultura, aún con grandes ambigüedades, está
provocando una gran sensibilidad por la dignidad de la persona y su libertad, y
un resurgir de lo sagrado.
En efecto, la sensibilidad por los derechos humanos aparece y crece con
fuerza; los derechos de las minorías son cada vez más promovidos y respetados;
en los países más ricos, se aprecia un aumento de solidaridad social hacia los
países más pobres; se multiplican las iniciativas basadas en el voluntariado
social... Todos estos hechos no pueden más que interpelar, y alegrar, a una
conciencia cristiana que sabe que el camino del hombre es el auténtico camino
hacia Dios.
Junto a esta sensibilidad, se descubre también una solicitud de valores
religiosos que den sentido a la vida. En el corazón de muchos de nuestros
contemporáneos brotan anhelos por encontrar respuestas más válidas, con mayor
sentido y fundamento y de mayor alcance y repercusión vital que las que
proporcionan los modelos de pensamiento actualmente de moda. Pero esta búsqueda
de lo religioso irrumpe muchas veces bajo formas no siempre auténticas ni
exentas de ambigüedad, como lo pone de manifiesto la búsqueda de una religión
sin Dios, el desarrollo de las sectas, el auge de todo tipo de superstición y
magia o el resurgir de los «fundamentalismos». Todos estos fenómenos exigen de
los cristianos un cuidadoso discernimiento y un esfuerzo por conectar
adecuadamente con las inquietudes religiosas de muchos con ofertas auténticas
de sentido.
c) Ambivalencia de la cultura y división del corazón humano
Hemos de reconocer que las tensiones que atraviesan la cultura y el hombre
contemporáneos, no son otra cosa que la manifestación de la división profunda
que anida y atenaza el corazón del hombre. La cultura moderna refleja, con
nuevos perfiles y modos, la eterna lucha dramática entre el bien y el mal,
entre las fuerzas constructivas y las destructivas.
Sin embargo, a los ojos de la fe, el mundo no es un caos ni está sujeto a
su propio albedrío ni dirigido por un destino fatal. Para la fe, el mundo
aparece «fundado y conservado por el amor del Creador, esclavizado bajo la
servidumbre del pecado, liberado por Cristo, crucificado y resucitado, roto el
poder del Maligno, para que se transforme según el designio divino y llegue a
su consumación» (Gaudium et spes, 2). Por eso los creyentes nos
sentimos impulsados por el amor de Cristo a llevar la luz de Dios a los que no
le conocen o lo rechazan, y a desarrollar todo el dinamismo de la caridad para
que el mundo sea más Reino de Dios y casa del hombre.
3. Vivir la fe en un mundo de increencia
Para responder a todos estos retos, ¿qué calidades o características ha de
tener la fe de los cristianos actuales?
a) Una fe, centro y fundamento de la vida
La fe no puede relegarse a la periferia de la vida, como una cosa más entre
otras. Si Dios es el fundamento y está en el centro de la vida del hombre,
nuestra adhesión a él tiene que estar también en el centro. La fe cristiana es
verdadera fe cuando toda la existencia del cristiano se estructura y desarrolla
en torno a ella, de modo que no sea algo añadido a la persona, sino el
principio motivador y operante de toda la vida. La fe se convierte entonces en
la fuerza que transforma e inspira «los criterios de juicio, los valores
determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes
inspiradoras y los modelos de vida» (Evangelii nuntiandi, 19).
Por eso no podemos considerar la fe como algo que tenemos «de una vez para
siempre». Tampoco tiene respuestas prefabricadas para todas las situaciones de
la vida. La fe cristiana vive de la relación amorosa, viva y personal, con
Dios, no sólo de las prácticas piadosas o de las fórmulas con que solemos
confesarla. En una crisis como la actual, la fe cristiana sólo puede cimentarse
en la escucha de Dios, en la intimidad con él y en la obediencia a su palabra.
b) Una fe, experiencia personal
Creer en Dios, vivir la fe, es tener experiencia personal de Dios, y de
Jesucristo. Una experiencia que brota y arranca del encuentro personal con él y
que lleva a descubrir que solamente él da respuesta a los interrogantes,
anhelos y preguntas más íntimas y vitales. Significa que cuanto creemos no es
un conjunto de verdades, de palabras o fórmulas, sino que nuestra fe es una
adhesión a una persona, a quien creemos y en quien hemos puesto toda nuestra
confianza.
Tener experiencia de fe es mantener una relación interpersonal con el Dios
vivo y verdadero, Padre de nuestro Señor Jesucristo. Esta relación
interpersonal se nutre de la escucha de su palabra y de la oración. Y se
traduce en vivir como hijos de Dios, haciendo la voluntad del Padre y amando a
los hombres como hermanos. Quien tiene esta experiencia se convierte en «sal de
la tierra» y «luz del mundo» (cf. Mt 5,13-16).
c) Una fe compartida y celebrada en comunidad
El cristiano no vive su fe en solitario. Se es cristiano en la Iglesia y
gracias a la Iglesia. La Iglesia no es algo opcional para el cristiano, en el
sentido que pueda optar y vivir la fe cristiana al margen o fuera de ella. Fe
personal y fe eclesial se requieren mutuamente.
Ciertamente, la fe es un acto personal. Pero llegamos a la fe, podemos
decir «yo creo», gracias al «nosotros creemos» que pronuncia la Iglesia. Es
ella la que nos ha hecho y hace llegar continuamente la palabra de Dios y su
presencia salvadora en los sacramentos.
En nuestra cultura individualista y fragmentada, la fe cristiana necesita
hoy manifestar su dimensión comunitaria. Nuestra fe personal precisa de la fe
de los demás cristianos, necesita expresarse y celebrarse en común; que sea la
iglesia la que nos convoque como pueblo de Dios redimido y salvado, que sea la
fe la que cree vínculos de unidad y fraternidad porque rebasa los lazos
normales humanos.
d) Una fe encarnada y vivida en el mundo
No es posible creer en el Dios y Padre de Jesucristo al margen o huyendo de
este mundo. Y la razón es bien clara: «Tanto amó Dios al mundo que le entregó a
su Hijo único» (Jn 3,16). El Vaticano II lo expresó bellamente: «Los gozos y
las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo,
sobre todo de los pobres y de los que sufren, son a la vez gozos y esperanzas,
tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente
humano que no encuentre eco en su corazón... La Iglesia por ello se siente
íntima y realmente solidaria del género humano y de su historia» (Gaudium et
spes, 1).
Los cristianos, llamados a transformar el mundo en Reino de Dios, lo hemos
de hacer desde dentro del mismo mundo y de su historia. Es la ley de la
encarnación señalada por el mismo designio salvador de Dios, que, para rescatar
al hombre, «plantó su tienda entre nosotros». Una fe que no se encarne en el
mundo corre el riesgo de ideologizarse, de convertirse en teoría sobre Dios, pero
no en adhesión al Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo.
e) Una fe testimonial
La fe no es «para uso privado» del cristiano; tampoco para recurrir a ella
en momentos de dificultad ni mucho menos para tenerla como «tapagujeros». La fe
es para anunciarla a todo el mundo sin ningún complejo de superioridad, porque
servimos al Reino de Dios, pero tampoco sin ningún complejo de inferioridad,
como pidiendo permiso para anunciarla.
No puede vivirse la fe con la actitud vergonzante del silencio. Todo el que
ha oído a Cristo y se ha adherido a él, se convierte en testigo de Cristo. Por
eso, el testimonio nos es hoy más necesario que nunca. «El hombre contemporáneo
escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan...; o si
escuchan a los que enseñan es porque dan testimonio» (Evangelii nuntiandi, 41).
f) Una fe que se vive en el amor
No es tarea fácil vivir como cristianos en un mundo secularizado, desunido
y a veces enfrentado; en esa crisis de civilización que afecta sobre todo al
occidente tecnológicamente desarrollado, pero interiormente empobrecido por el
olvido y la marginación de Dios. En estas circunstancias ya no sirven las
motivaciones puramente sociológicas ni la ilusión que nace de los proyectos
humanos. Sólo la fuerza del amor que nace de la convicción de que Dios sigue
apostando por el hombre, y precisamente por el hombre de hoy, es capaz de
superar complejos de minoría, persecuciones e indiferencias.
A la crisis de civilización
hay que responder con la civilización del amor, fundada sobre los valores
universales de la paz, solidaridad, justicia y libertad, que encuentran en
Cristo su plena realización. A esta tarea estamos convocados todos los
cristianos en estos tiempos de cambio de época en que nos ha tocado vivir.