viernes, 30 de octubre de 2015

HISTORIA DE LA IGLESIA




La historia de la iglesia, que abarca casi 2.000 años, constituye un tema que nadie sino sólo el Espíritu Santo de Dios puede recopilar. Los hechos en los que tal historia debería basarse sólo los conoce Aquel que, en humilde gracia, ha estado aquí en la tierra todo el tiempo manteniendo en la asamblea un testimonio de la verdad según la revelación de Dios. En medio de las glorias crecientes y menguantes de la iglesia, Él ha sido, por una parte, el dolorido Testigo de cada paso de alejamiento y de decadencia, y, por la otra, el Manantial interior de cada sentimiento espiritual en pos de Dios, y la Fuente vivificadora de cada fase de recuperación y avivamiento. Con precisión divina, Él ha evaluado lo que es de verdadero valor, al ser capaz de distinguir entre lo que es de Dios y lo que es del hombre.
Es la incapacidad de llevar esto a cabo, así como la imposibilidad de penetrar más allá de lo que el ojo puede ver o que el oído puede oír, la que ha limitado las actividades de todos los historiadores humanos.

Si se tiene presente esta importante reserva, se puede decir que se han hecho muchos excelentes intentos para registrar la historia pública de la iglesia, y en esto nos ayudan las mismas Sagradas Escrituras. Por ejemplo, J. N. Darby (refiriéndose a las cartas a las siete iglesias en Asia, que aparecen en Apocalipsis 2 y 3), dijo: «No me cabe duda de que esta serie de iglesias es de aplicación como historia al estado moral sucesivo de toda la iglesia: las cuatro primeras se refieren a la historia de la iglesia desde su primera decadencia hasta su actual condición bajo el Papado; las últimas tres son la historia del Protestantismo».

Este marco histórico dado por Dios ha permitido a piadosos historiadores seguir las varias fases a través de las que ha pasado la Iglesia de Dios; aunque está claro que las últimas cuatro fases corren simultáneamente. En estos discursos, la iglesia es contemplada en su posición de responsabilidad en el mundo, como testigo público de Cristo. Como tal, está sujeta a fracasos y consiguientemente cae bajo la reprensión de Cristo por su infidelidad.

Las persecuciones comenzaron el 64 d.C.

Es evidente, leyendo las epístolas de la Escritura, que la decadencia y el fracaso ya se habían introducido incluso en los tiempos de los apóstoles. No sólo Pablo tiene que decir en su segunda epístola a Timoteo que todos los de Asia lo habían abandonado, sino que el Señor, dirigiéndose al ángel de la asamblea de Éfeso —la primera de las siete— dice: «Has dejado tu primer amor». Esta decadencia fue seguida poco después por un tiempo de intensa persecución. Comenzó en el reinado de Nerón y por su instigación, y prosiguió durante casi tres siglos. Es destacable que durante este período la historia ha registrado diezpersecuciones generales distintas, lo que puede tener que ver con la palabra del Señor a la segunda asamblea — Esmirna:«Tendréis tribulación por diez días».
Se puede también hacer referencia de pasada al temprano cumplimiento de la palabra del Señor acerca de la destrucción de Jerusalén. El 70 d.C. la ciudad fue devastada por el general romano Tito, y se ha dicho que más de un millón de personas murieron en el asedio y en la terrible guerra civil que al mismo tiempo estaba desatada dentro de sus murallas.
Es innecesario en una sinopsis como esta entrar en los detalles de las diez primeras persecuciones o registrar la larga historia de los mártires cuya sangre sirvió para regar la simiente del evangelio. Hombres y mujeres, viejos y jóvenes, sufrieron igualmente en muchas partes de Europa y Asia. Además de la mayoría de los apóstoles y de otros hombres de Dios mencionados en las Escrituras, como Timoteo, destacan de manera preeminente los nombres de Ignacio, Policarpo, Justino y Perpetua entre los muchos cuya fidelidad inalterable a Cristo les procuró la palma del martirio. Una y otra vez, con terrible ferocidad, se descargaron los poderes del infierno contra la iglesia, pero ésta prosperó en medio de la persecución, y, en lo principal, los períodos de calma que hubo entre las tormentas dieron evidencia de la expansión del evangelio. Los esfuerzos por aniquilarlo fueron terribles e implacables, pero las puertas del infierno no iban a prevalecer, y muchos miles de almas que habían estado buscando en vano descanso para sus corazones en las mitologías de Roma y de Egipto se declararon seguidores gustosos de Cristo.

Decadencia en aumento de la iglesia

Sin embargo, fue tras una persecución de aproximadamente doscientos años que los elementos de decadencia y alejamiento de la verdad comenzaron a profundizar en la iglesia, y la fidelidad de los mártires resplandeció tanto más sobre el oscuro fondo de la decadencia de la gloria de la iglesia. La causa de la decadencia —y en verdad podríamos decir que la causa de toda decadencia— residía en el hecho de que la iglesia había perdido de vista su puesto de santa separación del mundo. Su temprana simplicidad estaba volviéndose rápidamente cosa del pasado, y la mano del hombre estaba llevando a cabo ruinosos cambios en la dirección de sus asuntos.

Clero y laicos

Además, la distinción entre el clero y los laicos —largo tiempo sugerida por los principios del judaísmo— estaba surtiendo sus malos efectos en la iglesia. Los obispos y diáconos vinieron a ser una orden sagrada, y, en contra de todas las enseñanzas de las Escrituras, se les comenzó a dar un lugar preeminente. Los acontecimientos que condujeron al establecimiento de un orden sagrado dentro de la iglesia son considerados aquí, para que el lector pueda ver los comienzos de lo que ahora se ha desarrollado como un vasto sistema jerárquico. Los apóstoles establecieron ancianos —dando sin dudas su reconocimiento formal a aquellos que ya habían sido capacitados por el Espíritu de Dios; pero después que los apóstoles hubieron muerto, los supervisores [episkopoi, u obispos], que habían sido designados por los apóstoles para llevar a cabo una obra necesaria, y no meramente para tener una posición oficial, comenzaron a arrogarse para sí mismos el derecho exclusivo de enseñar y de administrar la Cena del Señor. Así, a comienzos del siglo segundo, ya existían en Asia Menor los tres cargos permanentes de obispo, presbítero y diácono. Al transcurrir el tiempo, estos hombres fueron asumiendo más y más de control y liderazgo sobre la iglesia y sus actividades, y los miembros ordinarios de la asamblea fueron reducidos a la posición de someterse a este control. Así, algo que era al principio una cosa más o menos informal y temporal se desarrolló a cargos fijos y permanentes. Entonces lo que llego a ser la base de la autoridad fue no la capacitación continuada por el Espíritu Santo, sino la posesión de un oficio eclesiástico.
Ignacio, ya a principios del siglo segundo, combinó las dos ideas de unión con Cristo como condición necesaria para la salvación, y de la iglesia como cuerpo de Cristo, y enseñó que nadie podía ser salvo a no ser que fuera miembro de la iglesia. Estrechamente relacionados con esta idea de que la iglesia era la única arca de salvación había los sacramentos, o medios de gracia, de los que el bautismo y la Eucaristía eran los dos ejemplos destacados. En relación con estos sacramentos surgió también la teoría del sacerdotalismo clerical: esto es, que los sacramentos sólo podían ser celebrados o administrados por hombres ordenados de manera regular para este propósito. Así el clero, en distinción a los laicos, vino a constituirse en un sacerdocio oficial, y a éstos se los hizo depender enteramente del clero para conseguir la gracia sacramental sin la que, según se enseñaba, no había salvación. Aunque Ignacio había negado la validez de la Eucaristía administrada con independencia del obispo, fue Cipriano de Cartago quien, posiblemente no por designio, fue finalmente el campeón de la causa episcopal.

Una vez quedó establecida la distinción entre el clero y los laicos, vemos una multiplicación de los oficios de la iglesia y la introducción de otros que nunca fueron contemplados en la Escritura. Estas actuaciones pueden haber servido para lograr un orden externo en la iglesia —y la verdad es que la necesidad del mismo fue de manera principal la causa de estas innovaciones— pero reprimieron la libre expresión de la vida espiritual y de la fe, y negaron el principio fundamental del cristianismo: que «hay un solo Dios, y un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre, el cual se dio a sí mismo en rescate por todos.»

El inevitable resultado de todo esto fue que el Espíritu Santo dejó de recibir el puesto que le correspondía de derecho en la iglesia. Los obispos cristianos estaban aceptando puestos en la corte y buscaban recibir la gloria del mundo, mientras que comenzaban a aparecer ostentosos templos para la exhibición de la religión cristiana. Cosa más grave todavía, los cristianos pronto invitaron la intervención del poder civil en los asuntos de la iglesia, y lenta pero seguramente comenzó a hacerse más evidente el fatal vínculo con el mundo.

La décima persecución, el 303 d.C.
La décima y final persecución bajo la cruel mano de Diocleciano fue indudablemente la más asoladora de todas. Todo el poder del Imperio Romano se combinó en un esfuerzo desesperado, no sólo para suprimir totalmente las Escrituras, sino para exterminar todo rastro de cristianismo de la tierra. Este terrible y definitivo conflicto entre el paganismo y el cristianismo, aunque añadió nuevos capítulos de gloria a los registros de los mártires, que iban aumentando, no llegó a impedir la germinación de las semillas de corrupción que se habían sembrado por la vinculación con el mundo.

Constantino el Grande

Así, es quizá comprensible que Satanás escogiera este momento para cambiar su forma de ataque, y a comienzos del siglo cuarto empezó el período eclesial de Pérgamo, en el que el león se transformó en serpiente, y en el que los adversarios de fuera dieron lugar a los seductores desde dentro. Constantino el Grande era en esta época el César de Roma, y se mostró abiertamente como protector de la nueva religión —hecho tan significativo como inesperado. Naturalmente, lo que siguió fue que la posición de los cristianos pasó inmediatamente de una de intensa persecución a otra de supremo favor; y ello hasta el punto en que se veía al mismo Emperador de Roma presidiendo los concilios de la iglesia.

La unión de la Iglesia y el Estado, 313 d.C.

Pronto se hizo sentir el pernicioso efecto de esta primera unión entre la Iglesia y el Estado. Constantino no aceptaba otra autoridad más que la suya, y recurría a medidas violentas para hacerla obedecer. Se puede dar un ejemplo de esto. Un hereje destacado, llamado Arrio, expuso un credo religioso que negaba la deidad de Cristo. Enseñaba él que el Señor había sido creado por Dios como todos los otros seres, y que, consiguientemente, no era coeterno con Dios. Los obispos cristianos denunciaron esta doctrina, con razón, como una horrible blasfemia; Arrio y sus seguidores fueron excomulgados por la iglesia, y la posesión y difusión de sus escritos fueron declaradas pecados capitales. En cambio, Constantino consideró la herejía una mera minucia, y ordenó promulgar un edicto imperial mandando que los herejes excomulgados fueran restaurados a la comunión de la iglesia. Fue Atanasio, obispo de Alejandría, el que discernió el verdadero peligro en las enseñanzas de Arrio, y se resistió firmemente a esta intervención. Estaba totalmente dispuesto a resistirse a la orden del emperador y a sufrir persecución y destierro por su defensa de esta gran verdad central del cristianismo: la deidad del Señor Jesús. En el Concilio de Nicea, en el año 325, la deidad de Cristo recibió sanción oficial, y fue formalmente enunciada en el original Credo Niceno.

1 comentarios :